miércoles, enero 28, 2009

Excombatidos



Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán-Gómez, es una obra de teatro que se desarrolla entre los días previos al comienzo de la Guerra Civil Española y la caída de Madrid en manos de las tropas nacionales. Al final de la obra, cuando las tropas fascistas están entrando en Madrid, un preocupado Don Luis necesita hablar con su hijo Luisito:

DON LUIS: Oye, Luis… yo… yo quería decirte una cosa ¿sabes?... es posible que me detengan.

LUISITO: ¿Pero por qué, papá? Tú nunca te has metido en política

DON LUIS: Pues mira, no lo sé. Pero están deteniendo a muchos.

(...)

LUISITO: ¡Y mamá que estaba tan contenta porque había llegado la paz!

DON LUIS: Es que no ha llegado la paz, Luis. Ha llegado la victoria. Sabe Dios cuándo habrá otro verano.




Cuando yo era apenas un niño de siete años, mi abuelo T agonizaba en casa, allá por 1974. Los niños pasábamos cada mañana a darle un beso y salíamos corriendo de la habitación por orden superior.

Recuerdo cómo respiraba, con un esfuerzo agotador, los ojos cerrados.

En uno de esos momentos de visita fugaz escuché nítidamente al abuelo decir entre suspiros “Lo que más me jode es irme antes que él. No perdono, decidle al cura que no perdono. Que se vaya, porque no voy a perdonar”. Me extrañó ver el asomo de sonrisa en mi madre y mis tíos en ese momento tan dramático.

A la mañana siguiente mi primo y yo despertamos y saltamos en la cama como cada día. Cuando abrimos la puerta de la habitación para reclamar el desayuno a los mayores no había nadie en la casa. El abuelo había muerto.

Algunos años después me enteré de que aquella anécdota que pasó al acerbo cultural de la familia se refería al imperdonable Generalísimo Franco, que murió unos pocos meses después. Mi abuelo nunca perdonó al dictador sanguinario que le condenara a muerte hasta cuatro veces (de las que cuatro veces se libró con aventuras que dan para un libro), ni el éxodo a París de sus hermanos, ni el fusilamiento de algunos de sus amigos.

Treinta y tres años después de la muerte del dictador (la mayor parte de) la sociedad española se ha reconciliado consigo misma gracias a la voluntad de convivencia y la determinación de algunos (pocos) políticos de izquierda, como Guerra y Carillo, y de derecha, como Suárez y Abril Martorell, que son ya patrimonio de la concordia de todos. Pero, treinta y tres años después, España aún no se ha reconciliado con su historia.

Porque yo tampoco perdono al dictador ni a quienes le apoyaron. Porque me da vergüenza ver que, mientras el Museo de Historia de Berlín cataloga un busto del general Franco en la sección del horror nazi, en este país aún queden estatuas ecuestres del dictador.



Y no entiendo a quienes no quieren entender por qué algunos demandamos las exhumaciones de miles de asesinados por el ejército rebelde y los falangistas que aún permanecen tirados en las cunetas.

Es cierto que asesinos había en ambos bandos en esos tiempos de odio y locura en toda Europa. Pero abandonados en las cunetas sólo están, como le gustaba llamarse a sí mismo mi abuelo T, los excombatidos. Es sólo por eso que se ha convertido en una causa republicana. Pero en realidad es la causa de todos los que defienden la paz por encima de la victoria.

¿Cuándo podremos decirle a Don Luis que ya ha llegado un nuevo verano?


Summertime, child
the living is easy



Un libro para Luisito: Franco, de Paul Preston

Una película para Luisito: La lengua de las mariposas, de José Luis Cuerda

Una canción para Luisito: The healing has begun, de Van Morrison

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jueves, enero 22, 2009

Anatomía de un lagarto

Según el profesor de psicología Paul Ekman, todas las emociones que podemos sentir se reducirían a seis básicas: el miedo, la tristeza, la alegría, el enfado, la sorpresa y el asco. El resto de las cosas que sentimos no son más que sofisticadas combinaciones de estos elementos básicos.

Ekman sólo enumera las emociones, no entra en valoraciones subjetivas ni pretende decir cuáles de éstas son buenas y cuáles son malas. No hay nada moralista en el hecho de identificar emociones. De hecho, muchos adultos adoran vivir en el miedo (como los neoconservadores) o consideran que es pecado la alegría (como algunos extremistas religiosos).



Si este lagarto se sentara en el diván del profesor Ekman le confesaría estas emociones básicas:

Un miedo: que David Bisbal aparezca de pronto en mi casa mientras estoy preparando un café, y se agite moviendo la nariz, y me agreda con alguna de sus canciones sin que me de tiempo a huir escaleras abajo.

Una tristeza: tomar conciencia de que mi continuo deseo de que llegue el fin de semana lo antes posible me acerca aún más a la muerte.

Una alegría: encender la televisión y ver un plano del cielo helado y limpio de Washington, en el que un helicóptero militar que lleva hacia el ostracismo al anterior presidente de los Estados Unidos se aleja hasta perderse en un pixel en mi pantalla. Adios Bush, adiós agravios. Termina una era oscura y vergonzosa.

Un enfado: cualquier tertulia de expertos tabernarios en la radio, lanzando a las ondas toda su ignorancia, petulancia e irresponsabilidad supinas entre patéticas cuñas comerciales que ponen al límite mi paciencia y mi riego sanguíneo.

Una sorpresa: entrar en un bar habitual y ver sobre el escenario una chica delgada, con piel de seda y ojos de mar, que canta esa canción que habla de un apuesto Dan, de un guapo Joe, de un seductor Romeo, y de alguien que es más fuerte que el resto y que camina con decisión por una línea delgada en la oscuridad.

Un asco: el pastel de ruibarbo que, una vez, con todo el cariño del mundo, me preparó la madre de una chica irlandesa en su casa de Dublín. Todo mi organismo reaccionó con un rechazo instintivo, primitivo, violento, febril.


No sé, creo que Ekman se pasa un poco, que algunas cosas no acaban de encajar de manera tan primaria en su lista y que la mayor parte de las veces cualquier sentimiento es una combinación infinitesimal de todos estos conceptos. Que nos sorprendemos de estar alegres, que nos produce tristeza tener miedo, o que nos enfadamos por el asco que nos produce la sorpresa de estar tristes por tener miedo.

Quizás la canción que cantaba la chica de piel de seda y ojos de mar tiene razón: las emociones más primarias sobre las que se edifica la balanza de todo lo que llamamos humano son el amor y el miedo. Lo creativo y lo destructivo. Eros y Tanatos. Y en medio, la duda. O sea, nosotros.



The road is dark
and it's a thin thin line


Una canción para Ekman: Scary monsters, de David Bowie

Un libro para Ekman: El último encuentro, de Sandor Marai

Una película para Ekman: El pequeño salvaje, de François Truffaut

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miércoles, enero 14, 2009

El Aburrimiento, o no por mucho madrugar amanece más temprano


El aburrimiento es la existencia desprovista de sentido. Todos los estímulos se perciben como monótonos y no encontramos nada que nos estimule cuando deseamos ¡necesitamos! permanecer activos.

Se ha demostrado que el aburrimiento puede llevar a acciones impulsivas con el único objeto de hacer algo, aunque perjudiquen los propios intereses. Hay estudios sobre el comportamiento financiero que muestran que los brokers pueden lanzar órdenes de fuertes compras o ventas de acciones sin una razón objetiva, simplemente por huir del aburrimiento. Otro ejemplo podría ser el actual enfrentamiento editorial entre The Times y el Vaticano en torno a la posible homosexualidad de Tintin.

Se trata de un problema existencial: el hombre actual no puede estar sin algo que hacer, simplemente dejándose estar en el tiempo y en el espacio, sólo con él mismo y su mera existencia. Un hombre puede volverse loco cuando no tiene algo que le entretenga, que le aleje de la lúcida experiencia del sinsentido de su existencia. De hecho, la palabra aburrimiento proviene etimológicamente de “horror” (ab-horrore).

No somos capaces de asumir que nuestra existencia no tiene ningún significado, que no hay nada que hacer. Por eso cambiamos de canal en caros televisores que sabemos que no nos ofrecen nada, trabajamos horas y horas para pagar productos que no necesitamos, jugamos a la lotería con la ilusión de que nos toque, o nos excitamos con la visión de un deporte absurdo lleno de marcas publicitarias que no necesitamos.

Nos creamos necesidades continuamente, no podemos parar. Porque no soportamos estar solos con nosotros mismos. Tenemos horror a encontrarnos con nosotros mismos y descubrir la evidencia que nos asalta cuando nos aburrimos: que nada tiene sentido.

El consumismo y el trabajo nos alejan de nuestro estado natural como seres humanos, que es la delgada línea que separa la insatisfacción del aburrimiento.

El aburrimiento, por cierto, siempre ha sido un tema importante en la historia de la filosofía. Nietzsche consideraba el aburrimiento como el retorno al estado primitivo del ser. Decía Heidegger que el aburrimiento es necesario para descubrir la verdadera profundidad de las cosas. Nunca estamos más cerca de las verdades más escurridizas y más terribles para el pensamiento que cuando nos aburrimos. El aburrimiento es un estado de lucidez intelectual, de comunión cósmica al alcance de cualquier ser humano. Aburrirse es una experiencia intelectual, sí.

Pero algo dentro de nosotros nos impulsa a estar siempre ocupados, con la única finalidad de salvarnos de nosotros mismos, de mirar a otro lado para no asumir el hecho cierto del sinsentido de la existencia. Nos asusta tanto el aburrimiento. El miedo a aburrirse es el miedo al horror. La neurosis.

El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980) es una de las películas más terroríficas de la historia del cine, en eso coincide (casi) todo el mundo. ¿Y que es lo que produce el horror en El Resplandor? ¿Algún alienígena? ¿Un zombie? ¿Un desastre nuclear? No, ¡es el aburrimiento!

En El Resplandor, Jack (Jack Nicholson) acepta con ilusión el trabajo de cuidar durante toda la temporada de invierno un solitario hotel de montaña. Piensa que, en ese entorno bucólico donde no le faltará de nada ni a él ni a su mujer ni a su pequeño hijo, podrá escribir la novela que necesita terminar. Todo parece perfecto, pero no cuenta con el poder del aburrimiento.

No por mucho madrugar amanece más temprano,
no por mucho madrugar amanece más temprano,
no por mucho madrugar amanece más temprano,
no por mucho madrugar amanece más temprano…


Honey, do you like it?





Un libro para Jack: El extranjero, de Albert Camus

Una canción para Jack: Sitting on the Dock of the Bay, de Otis Redding

Una película para Jack: American Psycho, de Mary Harron

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jueves, enero 08, 2009

Nueve finales para nueve novelas



Un final de novela puede ser muy emocionante si acaba con algo así como “y fue entonces, justo antes de morir, cuando Ernestina comprendió que el asesino era el mayordomo”.

Puede ser emocionante, sí. Pero es una mierda.

Un buen final de una novela es un estado de ánimo que nos regala el autor. No suele descubrir la historia, la cual debe estar ya bien cerrada. Nos aporta algo que no teníamos antes de comenzar la historia. Nos deja algo que no esperábamos encontrar, y que hemos compartido. Una experiencia de vida, vicaria, que nos ofrece no volver a sentirnos igual que antes de comenzar la novela. Esos, esos son los grandes finales.

Voy a hacer una selección, más o menos aleatoria, de nueve finales de novela que encontraron en mí un estado de ánimo nuevo, que desconocía antes de empezar a leerlas. Ninguno de estos finales seleccionados descubre la historia de la novela, así que podéis leerlos con tranquilidad, que no hay spoiler ninguno. No se trata de “mis mejores finales”, tan sólo de algunos que hoy quería poner aquí.




A-
Y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sí, pienso en Dean Moriarty.


B-
Y cuan poco va quedando de cada individuo en el tiempo inútil como la nieve resbaladiza, de qué poco hay constancia, y de ese poco tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo: mientras viajamos hacia nuestra difuminación lentamente para transitar tan sólo por la espalda o revés de ese tiempo, donde uno no puede seguir pensando ni se puede seguir despidiendo. Adiós risas y adiós agravios. No os veré más ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos.


C-
Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y esta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita mía.


D-
¿Qué hay detrás de la ventana?















E-
De esta fiesta mundial de la muerte, de este terrible ardor febril que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, ¿se elevará algún día el amor?


F-
Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: de la primitiva rosa sólo nos queda el nombre, sólo poseemos simples nombres.


G-
Porque cada beso humano es también una respuesta –a su manera distorsionada y tierna- a una pregunta que no se puede formular con palabras.


H-
Seguiré enfadándome, seguiré discutiendo, expresaré inoportunamente mis ideas, continuará erigiéndose un muro entre el santuario de mi alma y los demás, incluso me sucederá esto con mi mujer. Seguiré culpándola de mis sobresaltos y arrepintiéndome de ello, seguiré rezando sin que mi razón comprenda por qué lo hago. Pero ahora toda mi vida, cada minuto de mi vida, independientemente de lo que pueda ocurrirme, no carecerá de sentido, como antes. Ahora poseerá el sentido indudable del bien que soy capaz de infundir en ella.


I-
Recuerdo lo que aún no he vivido, tengo miedo de ser plenamente quien soy, en el vestíbulo de la estación de Mágina un altavoz anuncia la llegada del autobús procedente de Madrid, abrevio el tiempo para estrechar ahora mismo tu cuerpo ávido y delgado, vienes hacia mí con una bolsa al hombro y una maleta en la mano, apareces delante de la cama en la habitación del hotel con el pelo suelto sobre los hombros desnudos, no me acuerdo de nada, no me he dado cuenta de que empezaba a anochecer, no sé si estoy contigo en Mágina, en Nueva York o en Madrid, pero me da lo mismo, no sienten más que gratitud y deseo.




Os propongo un juego: unir cada foto con cada final. Ya me diréis si os gusta alguno de estos finales y os incita a recorrer todo el camino de páginas hasta él.




Un libro para el final de un camino: Muerte en Venecia, de Thomas Mann

Una película para el final de un camino: Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut

Una canción para el final de un camino: The final cut, de Pink Floyd

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domingo, enero 04, 2009

That’s what I want!



Queridos Reyes Magos;

Manda la tradición empezar la carta con un “Este año me he portado bien”. Pero nada más lanzarme sobre el teclado para escribirlo, ansioso de regalos, me he planteado qué es realmente eso de “portarse bien”. ¿Acaso compartimos un concepto universal del bien? ¿Y acaso puede aislarse una pauta de comportamiento de manera exclusivamente individual? No, no lo creo. Además, siempre fui republicano y no creo en más magia que la de ciertos labios. Me limitaré, entonces, a decir que he cumplido la ley. Bueno, mejor dicho, diré que no se ha podido probar que haya quebrantado la ley.

En fin, que no quisiera entretenerles más con discusiones sobre ética y justicia. Así que paso a relatar la lista de demandas para este año:



Uno- Un millón de euros, en billetes usados de 20 y 50.

Dos- Un superpoder, mediante el cual, pueda hacer callar, sólo con el poder de mi mente, a quien venga a preguntarme si vi el partido del Madrid o la última película de Tom Cruisse.

Tres- Un cheque regalo de la Fnac por valor de medio millón de euros.

Cuatro- Dieciséis mujeres desnudas que bailen el charlestón cuando yo lo requiera.

Cinco- Un vale por tres mil cervezas en El Albur.

Seis- Control absoluto sobre la programación de todas las cadenas de televisión de mi ciudad.

Siete- Tocar la guitarra como Mick Taylor, el piano como Glen Gould, el saxo como Charlie Parker, cantar como Bruce Springsteen y escribir canciones como Bob Dylan.

Ocho- Un bote de lejía para el baño, que siempre se me olvida.



That’s what I want,
that’s what I want!




Un libro para los reyes magos: Mercado de espejismos, de Felipe Benítez Reyes

Una película para los reyes magos: El día de la Bestia, de Alex de la Iglesia

Una canción para los reyes magos: Mercedes Benz, de Janis Joplin

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