miércoles, enero 31, 2007

Instinto básico

Somos mamíferos. Mamíferos sofisticados, sí. Pero mamíferos.

En lugar de subirnos a los árboles, nos subimos a las plantas de oficinas. En lugar de perseguir el mamut con la lanza, perseguimos pollo de oferta con el carrito del supermercado.

Tenemos más cerebro que otras especies biológicas, eso sí. Pero es un arma menor. Una especie de solución –evolutiva- ad hoc ante el gran handicap de no tener enormes garras, velocidades supersónicas o capacidad de engendrar crías de cien en cien. Es mejor tener garras que tener cerebro; se sufre menos.




Decía Eduard Punset que tenemos el cerebro preparado biológicamente para protegernos de un ataque de leones feroces, pero no de un ex amante despechado o un jefe acomplejado. Y el cuerpo, que en lugar de morir en la fase descendente de su vitalidad sexual, su vida ahora es artificialmente alargada por la ciencia más del doble de lo previsto por la propia biología. Y así se ve obligado a vivir los últimos años en la impotencia, el alzheimer, la desesperanza marchita. La infelicidad.

Y es que no podemos obviar la condición de primates en nuestra biología. No está nuestro cerebro preparado para la lenta decadencia. El cerebro, como diría W. Allen, es un órgano sobrevalorado




Todo esto viene a que el otro día vi un documental sobre Luis Buñuel en la tele. Decía el genio en su autobiografía, escrita en la senectud:

“De modo particular durante los últimos años, he comprobado la progresiva y, finalmente, total desaparición de mi instinto sexual, incluso en sueños. Me alegro, pues me parece haberme liberado de un tirano. Si se me apareciera Mefistófeles, para proponerme recobrar eso que se ha dado en llamar virilidad, le contestaría: No, muchas gracias, no me interesa; pero fortaléceme el hígado y los pulmones, para que pueda seguir bebiendo y fumando.”




Es una suerte poder hacer las tres cosas. ¡Por el momento!


Un libro sobre la decadencia: El viaje a la felicidad, de Eduard Punset

Una película sobre la decadencia: El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder

Una canción sobre la decadencia: I’m loosing my touch, de Keith Richards

martes, enero 30, 2007

Los valores defensivos

En los mercados financieros es algo más que una moda la creación de fondos de inversión temáticos. Así, la mayoría de los bancos grandes ofrecen la posibilidad de invertir en un paquete de acciones de tecnología, o de eléctricas, o ecológicos, o de países en vías de desarrollo, etc, etc.

Uno de los fondos de inversión temáticos que puede elegir el ahorrador norteamericano es el Vice Fund . Se trata, como el propio nombre indica, de un conjunto de acciones de empresas relacionadas con el vicio; juego, sexo, tabaco, alcohol...

Este índice ha batido sistemáticamente al S&P 500 (el equivalente de Ibex35 en EEUU, la media ponderada de la evolución de las cotizaciones de las 500 empresas más grandes de Estados Unidos) durante los últimos siete años.

En el año 2006, la rentabilidad media de las acciones en la bolsa de Nueva York fue del 11.7%. mientras que el “Vice Fund” se revalorizó casi un 21%

La respuesta que dan los brokers especialistas en este mundo paranoico de las bolsas es que se trata de “valores defensivos”. Esto es, que aunque la economía vaya mal, por muchos problemas que la gente tenga, el vicio siempre se mantiene al alza.

Y es que hay cosas que todo el mundo las sabe.


Todo el mundo sabe que dados están cargados/
Todo el mundo los lanza con los dedos cruzados/
Todo el mundo sabe que la guerra en realidad acabó/
Todo el mundo sabe que los chicos buenos se perdieron/
Todo el mundo sabe que la pelea estaba amañada/
Que el pobre permanecerá pobre y que el rico se hará más rico/
Así es cómo funciona/
Y todo el mundo lo sabe/



Una película para el Vice Fund: Exotica, de Atom Egoyan

Una libro para el Vice Fund: Trainspotting, de Irvine Welsh

Una canción sobre el vicio: Everybody knows, de Leonard Cohen

sábado, enero 27, 2007

Cobain

Kurt Cobain nació en Aberdeen en 1967, un pequeño suburbio cerca de Seattle, en el estado de Washington. Hoy tendría treinta y nueve años.

Fue el hijo no deseado de una madre alcohólica abandonada. Su infancia, enfermiza, se perdió bajo los puentes húmedos de las autopistas de Seattle, donde aprendió a odiarse a sí mismo.

Escribía poesías sobre muerte y dolor desde la edad de siete años. Nunca fue feliz.

Un día, su tía Mary le regaló una vieja guitarra para zurdos con la que el niño aprendió a comunicar su frustración. A sentir en sus manos la vibración de unas notas con las que podía expresar su horror. Luego vinieron los amigos, las melenas sucias, la heroína y los pequeños locales de Seattle, donde una juventud tan nihilista como él devoraba el ruido atronador que por unas horas rompía el tiempo que les arrastraba por una vida que no buscaban.

Kurt nos daba furia. Ofrecía soledad y desconsuelo. “Jesús nunca me quiso” “Me odio a mí mismo y quiero matarme” “¿Dónde estuviste anoche que tanto te necesitaba?” "No sé dónde voy, no lo sé. Sólo sé que aquí no puedo estar"

El desgarro de su voz atormentada se clavaba en muchos corazones mientras otros huían escandalizados. Nadie podía elegir. O sentían el hachazo en lo más profundo de sus entrañas o lo despreciaban sin más. Era auténtico, brutal, desnudo. No se podía ser indiferente a él cuando se le veía en un escenario. Sus melodías eran angustiosas, llenas de tristeza. Con un toque infantil incluso, roto por la acidez salvaje de una guitarra distorsionada y un timbre de voz quebrada que jugaba a la locura, siempre en el borde febril. Rezaba y suplicaba “quiero ser feliz y no puedo” en cada fraseo.

Kurt cantaba como si la vida fuese a acabar en cada nota, en ese mismo instante. Cada canción que interpretaba era la última oportunidad que tenía de rugir antes de caer muerto. Su voz salía como un trueno directamente de sus tripas. Gritaba, desafinaba, sufría el dolor de la vida cada segundo. Un talento desmedido unido a una personalidad angustiosa y depresiva. Algo agotador para él.


En 1991 escribió el álbum –para mí- más importante de toda la década de los noventa, Nevermind, del que vendió más de diez millones de ejemplares. Una manera de tocar y de cantar que no se había visto nunca hasta entonces. Con variaciones de ritmo e intensidad desconocidas, mezclando tonalidades menores y mayores sin aparente criterio y arropadas por unas letras tan negras como sencillas. No nos dejaba alternativa: odiarlo o amarlo. O no lo entendías o lo entendías. Y si lo entendías, amigo, te empezabas a preocupar.

Angustia, tristeza, desconsuelo, furia, horror, desesperanza, soledad. Música.





A Kurt lo encontraron el ocho de abril de 1994 en su casa con un disparo que le reventó la cabeza y una nota a sus pies que decía que ya no podía sentir la música como antes, que no podía engañar a su público, que es mejor quemarse que apagarse lentamente y que besos para su pequeña hijita de dos años.

Cuando escuches a Kurt tocar en alguna de sus grabaciones, te podrá gustar o no, lector. Pero no dejes de pensar que te está dando todo en su actuación.

Hasta su vida, literalmente.





Una película para un alma atormentada: El cazador, de Michael Cimino.

Un libro para un alma atormentada: La Náusea, de Jean Paul Sartre.

Una canción para un alma atormentada: Come as you are, de Nirvana.

jueves, enero 25, 2007

London, at a glance

El aislante taponamiento de oídos, que me acompaña desde el aeropuerto de Heathrow hasta el West End se hace más tolerable cuando el taxi atraviesa Fulham, donde unas espectaculares vidrieras isabelinas se han topado con el paso de los años con la moderna autopista, y se miran la una a la otras con respeto británico.

El sonido sordo del tráfico, que permanece ahogado en el cristal de la habitación de hotel, que huele siempre a la misma moqueta.

El recorrido por los 57 canales del televisor, comprobando que la alienación catódica es un valor universal perfectamente trasladable de un país a otro.

Despertar una hora después de no haber dormido nada y zambullirse en el silencioso atasco que navega junto al Thames hasta la City, donde esperan varias horas de trabajo disfrazadas de presentaciones encuadernadas.

Beber, completamente solo, una pinta de cerveza en el bar del hotel a la vuelta de la jornada de trabajo, ya sin corbata, mientras viene a buscarme la persona con la que voy a cenar. No se puede sentir uno más solo en ninguna parte del mundo como en el hall de un hotel para ejecutivos en cualquier capital de Europa.

La fascinación que me produce la memoria de GPS que tienen los taxistas londinenses, capaces de serpentear por tantas cortas, sinuosas, esquizofrénicas calles de la City o del West End sin dudar ni un segundo.

El olor de la lluvia mezclado con el del curry que escapa de los pubs a la hora de comer en Nothing Hill.

El paseo de vuelta por Bayswater, que me obliga a entrar en Hyde Park y saludar a Peter Pan, que me hace llegar tarde a la siguiente reunión.

La cara de tonto que se me pone cuando, estando solo en un pub escribiendo cosas como ésta, llega la cerveza negra a mis dominios personales. Digo “thank you” y me responden “de nada” en castellano. Entonces levanto los ojos y veo una camarera hermosa que me sonríe. Pienso en decir algo que me haga pasar por interesante y sólo me sale un sonido gutural que me hace pasar por imbécil, y decido volver a mi escritura.

La duda alelada, continental, que me entra cada vez que voy a cruzar una calle en la que los coches circulan en sentido inverso.

La sala business de Iberia en Heathrow, con doscientas personas mirando inanes hacia el cristal que da a las pistas, tan solo un grado más grises que el cielo en el que desparecen los aviones uno a uno, cada medio minuto. Uno a uno, cada medio minuto.

Recordar cuando venía a esta ciudad por motivos que no eran de trabajo. Y no había taxis, sino metros (“mind the gap”). No había City, sino Chiswick. No había 57 canales, sino charlas con amigos que aún lo eran. Y, desde luego, no le quepa duda al lector, hubiera conocido a esa camarera.




Una canción para Londres: Walking in the wild West End, de Dire Straits

Una película para Londres: Efecto Mariposa, de Fernando Colomo

Un libro para Londres: A - Z London, A - Z Map Company Ltd.

miércoles, enero 24, 2007

La espuma de los días

Nicolás trajo el plato siguiente: pan de piña con crema de naranja.

- Gracias- dijo Colin- Nicolás, a su juicio ¿ qué puedo hacer para volver a ver a Chloé, una chica de la que estoy enamorado?

- Dios mío, señor- dijo Nicolás- , evidentemente puede darse el caso... He de confesar al señor que a mí no me ha sucedido nunca. Yo aconsejo al señor que trate de recoger, por conducto de la persona en casa de la cual ha conocido a la chica cuya presencia parece faltar al señor, ciertas informaciones sobre las costumbres y amistades de esta última.

- Pese a la complejidad de los giros que emplea usted, Nicolás, creo que ésa es, en efecto, una posibilidad. Pero ¿sabe usted una cosa? Cuando se está enamorado uno se vuelve idiota.

Bebieron un poco más de Sauternes. Nicolás trajo una enorme tarta.

- Aquí tienen los señores un postre suplementario- dijo.

Colin cogió un cuchillo, pero, cuando iba a cortar la superficie virgen, se detuvo.

- Es demasiado hermoso- dijo- Vamos a esperar un poco.

- La espera-dijo Chick- es un preludio en tono menor.

- ¿Qué te hace hablar así?-dijo Colin.

Tomó la copa de Chick y la llenó con un vino dorado, denso y móvil como éter pesado.

- No lo sé- dijo Chick- ha sido una idea repentina.

- ¡Pruébalo!- dijo Colin.

Vaciaron las copas al mismo tiempo.

- ¡Es tremendo!...- dijo Chick, y sus ojos se pusieron a brillar con destellos rojizos que se encendían y se apagaban.

Colin se apretaba el pecho.

- Tengo la seguridad de que si bebemos lo suficiente de este vino, Chloé vendrá inmediatamente- dijo Colin.

- ¡De eso no hay la menor prueba en absoluto! – dijo Chick.

- Me estás provocando- dijo Colin, acercando su copa.

Chick llenó las dos copas.

-¡Espera!- dijo Colin.

Apagó la lámpara del techo y la lamparita que iluminaba la mesa. Sólo brillaba, en un rincón, la luz verde del icono escocés delante del cual Colin solía meditar.

-¡Oh!...- murmuró Chick.

A través del cristal, el vino relucía con un resplandor fosforescente e incierto que parecía emanar de una miríada de puntos luminosos de todos los colores.

- Bebe-dijo Colin.

Bebieron los dos. El resplandor quedaba adherido a sus labios. Colin volvió a encender las luces. Parecía dudar si quedarse en pie.

-Una vez al año no hace daño-dijo- Creo que podríamos terminar la botella.

-¿Y si cortáramos la tarta? –dijo Chick.

Colin cogió un cuchillo de plata y se puso a trazar una espiral sobre la blancura pulida de la tarta. De repente se detuvo y miró su obra con sorpresa.


-Voy a probar una cosa- dijo.

Tomó una hoja de acebo del ramo de la mesa, y con una mano, asió la tarta. Haciéndola girar rápidamente sobre la punta del dedo, colocó, con la otra mano, una de las puntas del acebo en la espiral.

-¡Escucha!- dijo.

Chick escuchó. Era la canción Chloé en la versión arreglada por Duke Ellington.

Chick miró a Colin. Estaba tremendamente pálido.

Chick le quitó el cuchillo de la mano y lo hincó con ademán firme en la tarta. La cortó en dos y, dentro de la tarta vieron que había un nuevo artículo de Partre para Chick y una cita con Chloé para Colin.

(Boris Vian, La espuma de los días)


Y digo yo ¿dónde se puede encontrar a un cocinero como Nicolás hoy en día? ¿eh?



Una canción para Chloé: She is the One, de Bruce Springsteen

Una película para Chloé: Lost in translation, de Sofia Coppola

Un libro para Chloé: Las mil y una noches, anónimo

martes, enero 23, 2007

El afán

Bernardo Aguado era escritor. Y de los grandes, aunque los editores no quisieran reconocérselo. “Ana Catrina” y “Doctor Fatuo”, sus dos exitosas novelas por entregas publicadas en la última década del siglo XIX así lo atestiguaban. Aunque la producción no era muy excelsa, resultaba una verdadera tarjeta de visita en las engreídas mesas de mármol del café Gijón de Madrid, donde solía sentarse todas las tardes para acariciar el pomo de su bastón mientras esperaba la llegada de algún aficionado a la buena literatura a quien epatar con su presencia, su bastón, su barba canosa y su prosa improvisada.

Su vida era un continuo trabajar, con la pluma en la mano o con las ideas navegando por las procelosas neuronas de su cabeza. Siempre trabajando, siempre empezando nuevas novelas que rara vez se plasmaban en algo más que unos breves trazos; “El matorral de la Ciencia”, “La rebelión de las mazas” o “La colina mágica” fueron algunos de sus trabajos. La inspiración que le proporcionaban los cafés de Madrid se había consumido con el tiempo y necesitaba nuevos estímulos para continuar con su nuevo gran proyecto; “Por la parte de Susan”. Aquel, y no otro, era el motivo por el que el Don Bernardo se trasladó a París en la primavera de 1911.

El último anticipo recibido a cuenta de las ventas esperadas de su última novela por entregas, “Los hermanos Caramasó”, había sobrepasado con mucho los beneficios obtenidos por sus editores, por lo que el autor se encontraba en una situación económica que comenzaba a resultar precaria en los restaurantes y cafés de Montmatre (carísimos) que por entonces frecuentaba.

Uno de los gastos que más debilitaban sus menguados fondos era el envío de telegramas a Madrid. Este moderno medio de comunicación, invento reciente, tan rápido y fiable, producía en Bernardo Aguado un verdadero conflicto. Al facturarse el texto por número de palabras impresas, la tendencia habitual seguida por todo el mundo era el ahorro de las mismas hasta la extenuación literaria más absoluta. Así, el mensaje de un amante que anunciaba a su amada el inminente regreso a los brazos de ésta tras una estancia prolongada en el extranjero, se formalizaba con un escueto “LLEGO TREN 4:30 MAÑANA”.

El afán literario, la viciosa elegancia del juego de juntar palabras que Bernardo Aguado profesaba, le impedían economizar de esta manera tan vulgar. Pero la situación financiera también influía, por lo que el autor se debatía con cada frase y con cada matiz de cada palabra postrado ante el mostrador del telégrafo durante horas y horas, acariciando el pomo de su bastón, hasta encontrar un texto que, aunque escueto, garantizase la altura literaria del escritor que era. ¿Qué iban a pensar en Madrid si no?

De esta manera, si tenía que comunicar a su editor el retraso en la entrega de un capítulo, no redactaba un ramplón “TEXTO RETRASADO MAÑANA TARDE”, sino que entregaba a la operadora otras cuatro palabras diferentes, pero con más empaque poético-filosófico: “SOSIEGO INANE DELACIÓN CREPUSCULO”.

Otras veces, en cambio, confiaba en la metáfora como vía natural de comunicación telegráfica entre autor y editor, y justificaba sus continuos retrasos con envíos de telegramas que presentaban textos como “FLOR QUE BROTA, DORMIDA EN LA BELLEZA”, o “¿QUIÉN? SINO TINO Y LA MUSA QUIETAS” Envíos éstos que cuando eran recibidos en la redacción daban lugar a todo tipo de comentarios acerca de la salud mental del escritor y algo más que rumores acerca de la mala salubridad del aire parisino.

Bernardo Aguado no llegó nunca a publicar “Por la parte de Susan”, pero su editor en Madrid consiguió vender los derechos de sus telegramas a una revista de poesía haiku japonesa, cubriendo así las pérdidas que le había creado su atormentado escritor.




Un libro sobre el afán: Juegos de la edad tardía, de Luis Landero

Una película sobre el afán: Moby Dick, de John Huston

Una canción sobre el afán: Mercedes Benz, de Janis Joplin

lunes, enero 22, 2007

Ground Control to Major Tom

Mi cabeza es una Luna de metal caliente que gravita con levedad alrededor de una simple sandía planetaria.




¿Qué tal está la tuya, lector?


Un libro para gravitar: Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury

Una película para gravitar: 2001, de Stanley Kubrik

Una canción para gravitar: Space Oddity, de David Bowie

jueves, enero 18, 2007

Cielo es un lugar donde nunca pasa nada

El hedor de la injusticia golpea la pituitaria del viejo Charlie cuando, sentado al piano, toca aquella melodía de Ray Charles, Georgia on my mind. Arrastra sus dedos negros con sus uñas blancas por las teclas blancas con sus semitonos negros mientras recuerda que él también, una vez, tuvo un hogar en Georgia.

Treinta años atrás las copas de los árboles se mecían con el viento bajo el cielo plomizo del sur de los Estados Unidos. Al final de la alameda, el entonces prometedor Charlie Winston arreglaba partituras sentado en la mecedora de un porche mientras sus hijos jugaban en la pradera. Aquel Charlie era muy distinto del actual; estaba lleno de vida y vacío de alcohol.

Pero el dios del Blues quiso que su sacerdote Charlie L. Winston viviera una de esas tristes historias que tan bien sabía componer al piano. Su mujer se largó a Los Ángeles con su representante James Dole, quien previamente le arruinó quedándose con los derechos editoriales de todo lo que había compuesto hasta entonces. El viejo Charlie aún se sonríe cuando escucha en la radio estrafalarias versiones de sus mejores blues de aquellos tiempos... atribuidos ahora siempre a un tal J. Dole, de California.

Charlie había regresado a Georgia aquella misma mañana en un vuelo directo de Chicago. Dudó hasta el último momento si aceptar o no esos doce conciertos en Atlanta tan bien pagados. Le había jurado al Diablo que no volvería a pisar aquellas tierras donde tantos años atrás enterró su corazón. Pero su batería Joe había tenido un nuevo niño y necesitaban aquel montón de dólares.

Parapetado tras el piano de cola, tocando “Georgia on my mind” por primera vez en los últimos treinta años, el viejo músico recuerda ahora el olor de los almendros en flor que flanqueaban los caminos por donde paseaba con sus amigos cuando escapaba del colegio bajo el enorme cielo que se abría al llegar la primavera y se mostraba limpio de nubes durante meses, brillando con furia sobre la arena que serpenteaba entre los bosques sureños.

Charlie pulsa las teclas blancas con sus dedos negros y siente como percute tras ellas el croar de las ranas que perseguía en la orilla del arroyo cuando era niño. Puede ver ahora la cara de su hermana en el círculo de fuego rojo que ilumina el escenario llamándole a gritos a comer. Y en el reflejo de caoba de la tapa levantada del piano puede ver a la hermosa Mary bañándose desnuda en el río de aguas heladas que susurran entre los cantos rodados bajo ese cielo azul en el que, en aquellos días, nunca pasaba nada.


Una canción para el viejo Charlie: No Surrender, de Bruce Springsteen

Una película para el viejo Charlie: Alrededor de la medianoche, de Bertrand Tavernier

Un libro para el viejo Charlie: El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina

domingo, enero 14, 2007

El cielo sobre Madrid

Decía el grandísimo Dámaso Alonso que Madrid es una ciudad de cien mil cadáveres.

Eran otros tiempos, hoy Madrid es una ciudad de cien mil manifestantes. Nos manifestamos los unos contra los otros, aproximadamente en un 50%, contra el otro 50%, para decirnos a nosotros mismos que los otros están aislados.

El 50% se manifiesta para demostrar que el otro 50% no quiere lo que España (el 100% de España, digo) realmente quiere.

Es como un ejercicio surrealista. Yo al menos me descojono con nerviosismo y con los ojos abiertos como lunas llenas.

Quiero decir, que cada uno puede (y debe) tener su propia idea acerca de las cosas que nos ocurren y de las que somos todos indirectamente responsables -y yo tengo las mías, por supuesto- pero no podemos obligar a los demás a pensar lo que no piensan, a sentir lo que no sienten pegando cuatro gritos en la calle. No podemos arrogarnos el poder divino de decir lo que los demás necesitan o quieren en un eslogan-pareado de rima espantosa. El debate debería ser más intelectual y menos cómico-radical. Claro que esto no daría titulares, que son quienes realmente mueven el mundo. Hemos hecho un escenario de la vida.

Decía el surrealista Apollinaire:

“Cuando el hombre quiso imitar la acción de andar, creó la rueda, que no se parece a una pierna. Del mismo modo ha creado, inconscientemente, el surrealismo... Después de todo, el escenario no se parece a la vida que representa más que una rueda a una pierna”

Pues algo parecido pienso cuando leo algunas cosas.



Pd. Este post, evidentemente, no es político; sino una propuesta de tesis sobre sicopatología social avanzada.


Un libro que no se parece a una pierna: Luces de Bohemia, de Don Ramón María del Valle Inclán.

Una película que no se parece a una pierna: Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez

Una canción que no se parece a una pierna: Idiot Wind, de Bob Dylan

miércoles, enero 10, 2007

Plataforma

En los primeros años de juventud, si alguien era feo, siniestro, poco inteligente, pero leía a Bukowski, sus expectativas de llevarse a alguien a la cama se multiplican por un factor equis; nada muy relevante, pero un factor al fin y al cabo. La cosa consistía en provocar el atractivo del abismo, la belleza de la negritud, la veneración del templo de la nada más vacía. De esta manera se buscaba confundir imbecilidad con genialidad, ignorancia con superioridad escéptica y la completa ausencia de argumentos con un símbolo de filosofía existencialista. Hacer creer, en definitiva, que si estabas “allí” era porque ya habías regresado de “allá” y no porque –como realmente era- no habías ido a ningún sitio en tu puta vida. Cualquier tonto podría pasar por un ser interesante gracias a este tipo de productos comerciales.

Entonces el chico-lector-de-Bukowski entornaba los ojos, encendía un cigarrillo (o canuto, mejor), abría el libro y con voz engolada leía algo poético y triste sobre pollas y coños con total frialdad. Esa era la provocación “bukowskiana”. ¿Y esto por qué funcionaba con algunas chicas? Ni idea, pregunten ustedes a las interfectas. Pero creo que está claro que yo no veo mucha profundidad en la literatura de Bukowski, en cualquier caso.

Huellebecq tiene también, para quien la busque, esa superficial lectura provocadora y obscena, que tanto gusta a adolescentes en celo, morbosos y con ínfulas intelectualoides. Y creo que con Houllebecq se tiende hoy en día a hacer un poco lo mismo. Al fin y al cabo, el francés habla de pollas y coños, de tríos y felaciones. Pero es que no tiene nada que ver con Bukowski; es mucho más profundo y filosófico. Y su provocación no es gratuita.

Plataforma, su obra más famosa, es un canto al amor atávico y primigenio, al cariño y al abrazo físico como alternativa a la occidental decadencia sofisticada y aséptica, vacía de emociones y llena de terrores hacia nosotros mismos.

Houellebecq además de ser un visionario, es un gran poeta por cierto. Leedle sin prejuicios; encontraréis mucho más que pollas y coños (no como con Bukowski)

El jueves voy a ver qué se han atrevido a hacer en el Teatro con la cosa . Deseadme suerte, que no sé yo estas cosas...


Un libro provocador; Plataforma, de Michel Houellebecq

Una película provocadora; Alguien voló sobre el nido del cuco, de Milos Forman

Una canción provocadora; Heroin, de Lou Reed

viernes, enero 05, 2007

Flujos

Estás preciosa con esa camiseta roja y esas braguitas negras, acurrucada en la esquina del sofá.

Me acerco y te coloco el pelo. Sonríes y acercas tu boca a la mía. Un instante después buceo en el maremoto de tus besos.

Gira la Tierra en mi mente, vencida a la promesa de tu sexo. Y doy al tiempo la vuelta al mundo y a tu cuello, donde hundo mis párpados y me embriago de tu olor.

Estudio con mi lengua el caracol de tu oreja. Recorro tu espalda con mis brazos mientras te libero de la camiseta roja. Estás preciosa sin esa camiseta roja.

Me gusta el temblor de tu mirada azul cuando mis manos veneran el templo de tu cuerpo y buscan refugio entre tus muslos. Me gusta viajar desnudo alrededor de tu piel desnuda.

Amo tus ojos cuando sienten mi incursión en tu cuerpo, amo tu voz débil cuando me acomodo dentro de ti, amo el agua de tu vientre cuando respira el movimiento de mis caderas, amo la sal de tus pechos y la promesa de tu boca exploradora.

Preso de tus tentáculos atravieso tu santuario entre pálpitos y sollozos que me transportan hasta dentro de lo más profundo de tu iris y exploro el interior de tu cárcel de amor hasta morir en el éxtasis de un coágulo de vida

Sudor, saliva y semen. Nada existe, nada ocurre, nada pasa. Amantes ladrones locos simuladores.

No hay tiempo, no hay dolor, no hay espacio, no hay nada. El sonido lejano de una ambulancia. El ritmo sincopado de un carpintero que trabaja en la esquina matando a cada golpe un pensamiento oscuro. Los pasos acelerados de un paseante nocturno ansioso de volver a sentirse solo. El silbido del viento que cimbrea en las herrumbres de las ventanas. El mundo entero que gira para dar sentido a tus suspiros y a los míos.

El orden demiurgo escapa a la sinrazón del tiempo y abraza nuestro abrazo y nos pertenece esta noche. Quizás mañana sigamos vivos, tal vez. No importa ahora.

Nights like this
Were born to be
Sanctified
by you and me


Una canción con flujos: The Pan within, de Waterboys

Una película con flujos: Instinto Básico, de Paul Verhoeven

Un libro con flujos: El amante de lady Chatterley, de D.H. Lawrence